Tuesday, June 14, 2011

Lecciones que duelen.


Mi buen amigo Carlos Cárdenas, quien tenía alojada una bala perdida en el pulmón, me contó hace algunos años una historia muy simpática respecto a su buena decisión de nunca fumar. Lo había hecho en dos oportunidades y en esas dos oportunidades su padre tuvo que proceder con severidad, pero con buen criterio, para alejar a su hijo adolescente de las garras del vicio.
En la primera oportunidad se quemó los dedos con un cigarillo y en la segunda estuvo vomitando, mientras soportaba un fuerte dolor de muelas. En la primera oportunidad, su padre lo vio fumar y Carlos mintió:
-¿Por qué estas fumando?- preguntó su padre en un tono casí neutro, aunque profundamente preocupado.
Carlos mintió, dijo que tenía dolor de muelas y que sus amigos le habían aconsejado que el humo le curaría del dolor. Cuando mintió tuvo que tirar el cigarillo que tenía escondido entre los dedos porque se estaba quemando. En la segunda oportunidad, Carlos estuvo aquejado de un verdadero dolor de muelas y su padre usó sus palabras de que ‘el humo del cigarrilllo curaba el dolor de muelas’ para hacerle entender dos cosas: que no vale mentir y que fumar es un vicio que te quema por dentro y te puede matar de a poquitos. El padre de Carlos fue muy drástico con él, pues le hizo fumar, uno tras otro, 4 ó 5 cigarrillos para ver sí el dolor de muelas se iba y lo dejaba en paz. Carlos entendió la lección tarde, aunque temprano odió a su padre, cuando aún no comprendía del todo lo que su padre le enseñó con dureza y con profundo amor.
Todo padre tiene que enseñarle a su hijo buenos hábitos, principios y responsabilidades. Y, claro, a veces los padres actúan con mucha dureza, cuando de enseñar a un niño se trata, debido también a lo que vivieron y experimentaron, decía Carlos. Hace algunos años, los padres castigaban físicamente a los hijos y permitían que los profesores castigarán también de igual manera a sus retoños, para que aprendieran. En Perú se conoce el dicho que reza ‘la letra con sangre entra’ (vea el cuadro de Francisco de Goya que acompaña esta nota) aunque hoy se lo menciona menos, pero que refiere al tema de la enseñanza severa que tiene como objetivo dejar profundas huellas en los estudiantes. Mi padre me contaba que antes, los profesores hacían arrodillar a sus alumnos en las chapas de metal que se sacaban de las botellas y se clavaban en una madera o en un montón de maíz desgranado y regado en un rincón, cuando no sabían la lección. Algunas veces los paraban al centro del patio de recreo con dos piedras levantadas en ambas manos por espacio de una hora para recordarles que tenían que hacer sus tareas.
En mi colegio de la selva peruana, recuerdo que al inicio del año, el profesor de primaria nos pedía traer nuestras varillas con nuestros nombres escritos en ellas para usar las mismas cuando no cumplieramos la parte del ‘juego’ establecido, incluso por no llevar un pañuelo limpio en los bolsillos para soplarnos los mocos. Al principio de año, recuerdo que tenía que ir al campo a buscar una bonita rama - casi siempre de guayaba- para cortarla, pulirla y entregarle al profesor, quien la colocaba en un rincón del salón, a donde te pedía dirigirte, ubicarla y presentarla en caso de no saber la lección, no hacer las tareas o tener un mal comportamiento con tus compañeros. Sólo en dos oportunidades la varilla tocó mis piernas y mi posadera, la primera vez cuando me defendí de un gradulón que me tenía de ‘punto’ por ser pequeño, así que nos liamos a golpes en un extremo del patio de recreo, durante un día lluvioso. Recuerdo que terminé arrodillado a un costado de la puerta del salón de clases, mientras mi compañero abusivo me miraba llorando al otro lado de la puerta. A ambos nos habían dado ‘tres tiros’. Lo juzgué excesivo porque yo sólo me había defendido y el profesor no había investigado las causas reales del incidente. La segunda vez fue cuando desoímos al profesor, quien nos dijo que volvería en seguida. Se demoró dos horas. Eramos niños de 10 u 11 años, traviesos como la mayoría de esa edad. Esperamos media hora y luego salimos a jugar fútbol en un cuartito al fondo de la vieja escuela. Recuerdo que me disloqué los huesos del pie después de patear una madera cuando en verdad había tratado de atinarle a la pelota. Ese dolor no fue suficiente aquel día cuando el profesor regresó, nos hizo formar en fila india, buscar nuestras varillas de guayaba y regresar a la cola para recibir los’ tres tiros’ respectivos por desobedientes. Por lo que ocurrió lloré doble, pues me dolía el pie, las piernas y la posadera. No le conté a mi padre lo ocurrido, sólo hablé del pie y del juego, porque había el pensar en aquellos años de que una falta con el profesor era un síntoma de mala educación en la casa y el profesor seguro que pensaba que el padre no cumplía con su labor, entonces el castigo se repetía. Había que corregir al hijo para que ‘obrara’ bien fuera de casa.
Recuerdo que los menos aplicados en la clase no sólo sufrían los ‘tres tiros’ con la varilla, algunas veces el profesor perdía la paciencia y levantaba a los alumnos de las patillas y los estrellaba contra la delgada pizarra de madera. Eran las prácticas de antaño, las mismas que vistas a la distancía, asustan y sorprenden.
Hoy, pobre del profesor que toque un pelo a un niño. Lo agarro a patadas. Ahora felizmente no hay nada de eso que también se conoce como ‘al rincón quita calzón”. Claro, que con ese método se han cimentado ‘buenos hombres’, como bien lo reseñó Ricardo Palma en sus conocidas “Tradiciones peruanas”.
Para terminar, en secundaria había un profesor que metía pedazos de tiza a la boca de sus alumnos que bostezaban o pedía que le den un ‘cocacho’ al que osaba abrir la boca en plena clase. Pobre de ti sí no te esmerabas en dar un buen golpe; el profesor retrucaba, “ a ver, enséñale a ese muchacho a dar un cocacho”, el que había recibido el golpe suave en la cabeza se esmeraba, hacía puño y te daba un cocacho que te arrancaba hasta las lágrimas.
Hasta aquí las historias son simples recuerdos, pero estoy tratando de hacer cuentos con ellos. Creo que con el relato de Carlos voy bien, porque a lo largo del tiempo lo he pensado y he logrado darle la forma que necesita para convertirse en un cuento. Pienso que a todos los niños nos cuesta muchas veces entender a nuestros padres. En el caso del papá de Carlitos Cárdenas parecía un sádico. Imagínenlo prendiendo un cigarillo tras otro y dándoselo a fumar a su hijo de doce años para ver sí lograba cortarle el dolor de muela. La distancia nos da la perfecta perspectiva para ver lo que ocurrió. El padre de Carlos estaba sufriendo con el dolor de su hijo, pero por encima de eso estaba enseñando dos cosas importantes con su accionar severo. 'No mientas y no fumes', decía. Carlos nunca más fumó, le agarró asco al cigarrillo.
Recuerdo que yo andaba fastidiado con mi papa por haber permitido que mi profesor de primaría me castigara en dos oportunidades, pero ahora viéndolo a la distancia puedo dejar de juzgar con severidad a mi padre. Sin duda, él quería que yo fuera un hombre de bien. Le dolía saber que algo terrible me ocurriera, pero me estaba preparando para lo que se me pudiera presentar en el largo recorrer de mi vida. ‘Tres tiros’ con la varilla de guayaba no eran nada comparado a lo que sufrió mi padre. Cuando estuvo en el Ejército, en los inicios de 1960, un capitán ignorante y envidioso se acercó a mi padre por la espalda, al verlo con la uña larga en el dedo pulgar lo tildó de marica y le dobló la uña sin ninguna consideración, mientras mi padre estaba en posición de descanso. El oficial vino de atrás hacía adelante para ver sí había arrancado lágrimas a mi padre, como vio que no lo logró, le ordenó: atención! Mi padre sangraba. El capitán miró el pecho velludo de mi padre y encendió un cigarillo, le tiró el humo en la cara y con la brasa ardiente de la punta, 700 grados centígrados calculados, comenzó a quemar los vellos, sin lograr perturbar a mi padre. Cansado de su sadismo, el capitán apagó el cigarrillo en el hombre izquierdo de mi padre. Mi padre se retorció de dolor, moviendo tan sólo los ojos en un párpadeo rápido y por ese hecho fue llevado al calabozo por 24 horas. Mi padre era un militar a carta cabal. Si se hubiera quejado, el capitán lo hubiese masacrado como hacían con la tropa, dizque para lograr el prototipo de un buen soldado.
Yo que me quejaba de los ‘tres tiros’ con una varilla de guayaba. Carlitos me contaba su historia tratando también de decirme: ‘tu viejo te adoraba, como el mío mientras me enseñaba a no fumar’. Ahora, yo sé muy bien cuánto me amaba mi padre. Cada derrota mía a mi padre le dolía más que ese acto cobarde del capitán, pero por cada triunfo que logré mi padre mostraba orgulloso su pecho velludo.

1 comment:

cecisegura9 said...

que hermoso,me encantò Juancito, las enseñanzas maravillosas de los padres en busca de formar hijos de bien.