Sunday, December 8, 2013

Thanksgiving in Chinatown. (Ficción)


Mirando su reloj mi madre parecía perderse en el tiempo. Nos dejó un noviembre. Fue la noticia contradictoria y terrible de aquel 'día de acción de gracias'.
Thanksgiving es la fiesta de los inmigrantes, de los verdaderos inmigrantes, de los que venciendo adversidades acaban de llegar a los Estados Unidos. Son los que sienten, en realidad, lo que sintieron quienes llegaron aquí en el famoso barco Mayflower, en 1607.
Los primeros inmigrantes sintieron en primer lugar el impacto de llegar a tratar de conocer lo desconocido, les costó integrarse, aprender a aprovechar las oportunidades que les ofrecía la tierra en aquel momento y relacionarse con quienes vivían en esta parte del mundo.
Los primeros inmigrantes conocieron lo que se siente realmente cuando le ganaron la batalla al primer enemigo: el hambre. Luego supieron agradecer la hospitalidad de quienes les ofrecieron un buen plato de comida. Se instauró entonces el 'día de acción de gracias'.
Han pasado cientos de años, hoy soplan otros vientos. Hoy no son los barcos los que nos traen a esta parte del mundo. Muchos vienen en avión, autobús o sencillamente cruzan la frontera caminando en busca de oportunidades. Algunos venimos sólo cargando nuestros sueños y como armas traemos nuestros brazos y nuestro empeño. Nuestro cerebro nos va enseñado bien a estar atentos para capear el temporal, el que se presente. Al hablarles de los inmigrantes les estoy hablando de mi y de mi familia. Mi padre cruzó la frontera a pie, se hizo ciudadano después de casarse con una puertorriqueña, pagándole una buena suma de dinero -antes se podía- hoy, con los atentados terroristas del 9/11, las cosas han cambiado. Mi padre supo aprovechar la oportunidad y ni bien estuvo casado hizo los trámites para que yo -su último vástago- viniera a vivir en su compañía. Lo logró sólo conmigo, porque era menor de edad, mis hermanos tuvieron que seguir sus pasos y tras cruzar la frontera viven con nosotros. ¿Y qué fue de mi madre? Se preguntarán. Mi viejita querida. Les diré que murió en el intento de cruzar la frontera. Es lo que pasa con los inmigrantes, no todos logran lo que buscan. Se ahogó al cruzar el río Grande y para más desgracias su cuerpo se perdió sin que pudieramos rescatarlo hasta el día de hoy. Es triste lo que ocurrió con mi madre, siento un tremendo nudo de dolor en la garganta. Es como si tuviera atragantado un hueso o una espina. El tiempo en este caso me ayuda a convivir un poco con el dolor.
Nos costó integrarnos desde entonces, más a mis hermanos que a mí. Mis hermanos vieron cuando la desgracia se ensañó con mi madre. Si su venida estuvo programada para dos días, ellos se tomaron casi un mes. Estuvieron buscando a mi madre primero y escondiéndose de la 'Policía de Fronteras' después. Cuando llegaron tuvimos una mezcla de sentimientos, daba gusto verlos sanos. No reímos, lloramos. Nuestras lágrimas deben de haber llegado hasta aquel río. Luego tuvimos que afrontar la pérdida irreparable de mi madre como si nos hubieran arrancado las piernas. Nos costó salir del pozo en el que caímos. Pero lo logramos, aunque debo decir que en ellos el reto fue mayor. Dicen que la vieron estirar la mano en un gesto de despido, de adiós para siempre. Yo me consuelo pensando que la tengo aún en mi pueblo, que esta preparando la venida, a veces su sonrisa se dibuja en el rostro de alguien y suspiro. Hemos ido caminando, dando frente al futuro, el que se presente. Mi hermano mayor, cansado del frío, se mudó a California. Los demás nos hemos quedado aquí en Jamaica, Nueva York. Mi padre, mi hermano y yo. Hemos ido superando el rechazo que sentimos primero por no tener la piel clara, no hablar el idioma y porque nos gusta beber cervezas, oír nuestra música estridente y llorar recordando a quienes dejamos en nuestro barrio, en nuestro país. Borrachos nos abrazamos y lloramos por lo que perdimos, eso les causa extrañeza a quienes viven en esta parte de los Estados Unidos desde hace algunos pocas generaciones. Yo les digo que así somos los inmigrantes, así fueron tal vez algunos de los que vinieron en 1607, pero, no me entienden. Poco a poco hemos logrado amigos, nuestros jefes nos aprecían porque reconocen que podemos hacer lo que ellos se niegan a hacer. A mi me tiene sin cuidado eso de barrer, limpiar baños, incluso aprendí a cambiar la pila del reloj que luce en mi muñeca. Cosa que les sorprende y maravilla a la vez.
-¿Dónde aprendiste a arreglar relojes? Me preguntan.
-Aquí- les respondo sonriendo. -¿Acaso no tenemos que cambiar las horas de los relojes en verano y primavera?.
Cuando llega la fecha de acción de gracias, el tercer jueves del mes de noviembre, nosotros no reparamos en el tiempo, nos damos a beber sin importarnos lo que digan quienes viven aquí.
Sin embargo, cuando el señor Ernaut, nuestro cliente, nos invitó, decidimos guardar las formas. Su invitacion nos sorprendió. Nos invitó a cenar con él y su esposa. Aceptamos. Conocíamos poco de él. Le habiamos ofrecido nuestros servicios, mi padre le construyó la pequeña tienda de arte en Chinatown, mi hermano ebanista también ayudó y yo le hice el diseño arquitectónico. Nos debía una última cuota y creímos que la cena por Thanksgiving sería el momento de nuestra recompensa. Nuestro anfitrión es fotógrafo, sin hijos y tiene una esposa prostada en una silla de ruedas a causa de una enfermedad que le ha quitado hasta el habla. Mi hermano decía que nos había tomado cariño 'como si fueramos sus hijos'. Con mi padre y mi hermano se entendían a medias, soy yo quien les ayudaba a mantener una conversación precisa.
-What time is it? Me preguntó cuando arribamos a su casa.
El señor Ernaut vestía saco azul, camisa blanca y corbata michi roja. Su pantalón a rayas blancas y azules decían que se sentía muy 'americano'. Su pelo cano parecía asentado con gomina, su nariz le da un toque aguileño.
- Las 3.55 minutos, exactamente- respondí. Le observé arquear una ceja, la izquerda. Sus ojos tienen un tono verdoso. La cita era a las cuatro y pese a que conocía poco a nuestro anfitrión pude notar que se veía sorprendido con nuestra puntualidad.
El señor Ernaut pendulea la cabeza de manera tenue. Nos señaló el closet junto a la puerta de ingreso para guardar nuestras chaquetas gruesas. La temperatura afuera empezaba a descender. En la casa había fuego avivado en la chimenea.
La esposa estaba junto a su marido, sentada en su silla de ruedas. Tenía pintura regada en los labios y en la cara, alguien le había espolvoreada algo rosado -el marido quizás. Su mirada gris estaba absorbida en un punto del piso a corta distancia. Tras el saludo sin estrechón de manos, él empujó la silla y la dejó junto a la mesa del comedor. Todos nos sentamos, cuando nuestro anfitrión nos indicó los asientos, exhibiendo la palma de la mano derecha hacia el cielo raso. La mesa estaba arreglada, aunque no invitaba a comer. Le faltaba el detalle femenino, era evidente. Mi padre agradeció la invitación y entregó nuestros presentes: alfajores peruanos, un panetón italiano con pasas y una botella de vino australiano, tinto para más detalles.
El señor Ernaut agradeció. Nos atendió como siempre, con un inglés simple y puntual.
-Do you want this?.
Nos sirvió a cada uno preguntándonos si deseabamos esto o aquello. En inglés, claro.
No hubo charla, estuvimos formalitos, sentados en una sillas con el asiento muy bien acolchado. El olor de la comida no me estimulaba el apetito. El olor de la leña quemándose en la chimenea sí que avivaba mis recuerdos: el cerdo ahumado que mi madre gustaba servir en alguna fiesta patronal.
-Debimos traer el pavo- dijo mi hermano luego de saborear el plato que nuestro anfitrión nos brindó. El pavo tenía un relleno desabrido, al puré de papas le faltaba sal y la ensalada de verduras parecia haber sido ensopada con una botella de aceite de olivo.
Reímos cuando mi hermano hizo el comentario del pésimo sabor del pavo.
-What did he say? Preguntó el señor Ernaut tratando de indagar por qué reíamos.
Le contesté que estabamos agradecidos con la gentileza y no sabíamos que fuera un buen cocinero.
-I never cook. Always I buy my food-. Dijo preciso.
“Sí cocinara usted ¿la cosa sería fatal?” Pensé.
Si no hubiese sido por el panetón y los alfajores yo no hubiese llevado un buen bocado al estómago. El vino aplacó nuestra desazón. Luego me negué cortés a aceptar el café negro que nuestro anfitrión sirvió. La esposa estuvo como 'convidada de piedra', sentada a un costado del marido, quien le daba de comer en la boca. Rechazó la primera cucharada. Un palmazo del marido, fuerte en la cabeza, la puso receptiva a los siguientes. Nos miramos, con disimulo. Ella masticó despacio, aunque tomó su café a grandes sorbos, pese a estar muy caliente. Pensé en mi madre y una lágrima se acercó a mis ojos. Hubiera deseado a mi madre viva, no importaba en que estado.
En la sala de estar, nos sentamos en sillones muy confortables, muebles del viejo estilo Luis XV, de tapizado azul con bordes dorados de madera. El señor Ernaut luego de avivar aún más el fuego de la chimenea nos mostró algunas de sus fotos que habían logrado ganar algunos premios, se veían simples. Novedosas para la época, supongo. Había una foto titulada 'Time' que se parecía un poco a un cuadro del pintor español Dalí. Según información del viejo fotógrafo, el artista catalán se lo había copiado.
Pasé las fotos en blanco y negro sin mostrar demasiado interés. Sólo reparé en algunos desnudos.
-She is my wife- fue el escueto comentario de nuestro anfitrión. Su esposa estaba joven, sonreía, tenía los bustos levantados hacia arriba, se ayudaba con las manos para realzar la expresión. Fue una mujer rellenita, a la moda de antes, hermosa.
-What time is it?- Me volvió a preguntar y respondi dando la hora precisa. Me intrigaba con esa pregunta. Cuando le referí la hora, parecía no creerme y trataba de ver la hora con su mirada concentrada en mi reloj pulsera.
-Time for my wife's pills- dijo.
Nos dejó en la salita por un espacio breve de tiempo y volvió con un vaso con agua y un par de pildoras en la mano que le ofreció a su esposa.
Cuando fue a dejar el vaso regresó con un par de cuadros. Nos mostró los mismos muy satisfecho.
Mi hermano hizo un comentario sarcástico. 'Esto foto la toma cualquiera ahora con esas camaritas de moda'.
Se veía el arco chino de Chinatown de noche, en uno, y la fiesta del dragón chino, en otro. Ambas fotos en blanco y negro.
Nuestro anfitrión le dio los cuadros a mi padre. Mi padre los observó mordiéndose cualquier comentario.
-For you this picture for only nine hundred-. Dijo.
Mi padre no entendió bien y le dije que ese cuadro valía 900.
Nuestro anfitrión reiteró que su trabajo costaba más, pero siendo nosotros.
-Too much- respondí siguiendo aquello que pensaba era una broma.
-This is your last opportunity- insistió algo fastidiado.
-No, we don't want it. Novecientos era el monto que el señor Ernaut nos adeudaba.
Para que dije eso, nuestro anfitrión se encrespó y comenzó a proferir palabras que lo despintaban como una persona normal. A los 'fuck' se sumó los 'fucking inmigrants'. Nos insultó.
-Encima se vienen a burlar de mi invitación- dijo en un español nítido. -Ustedes me pagan los novecientos o llamo a la policía.
-Sorry, pero eso no es arte, eso parece mi trabajo artístico cuando tenía once años- porfió mi hermano el ebanista, sorpendido, burlón.
-No, esto es arte, inmigrante ignorante. Qué fucking you know about art?. Me pagan o llamo a la policía reportando indocumentados- terció con muy mal genio, confundiendo su inglés con el español.
Estabamos sorprendidos, nunca sospechamos que mister Ernaut hablara español.
Nuestro anfitrión se acercó una vez más a la chimenea y tomando uno de los atizadores de metal escarbó el fuego avivándolo. Luego volvió y esgrimiendo lo que tenia en la mano como sí fuera una espada pretendió hablar.
-Señor Ernaut podemos llegar a un acuerdo, por favor?
-No. Detesto a la gente mal agradecida- Miré a mi hermano y él hizo un gesto tenue con las manos, como disculpándose conmigo. Sus comentarios negativos acerca del pavo habían molestado a nuestro anfitrión.
-Permítame llegar a un acuerdo con usted -dije notando una vez más que su mirada se perdía en mi muñeca donde mi Omega ofrecía un brillo extraño. -Nosotros le vamos a pagar los 900 por sus trabajos artísticos, pero espere, por favor... ¿qué le parece si mientras juntamos el dinero, usted acepta en parte de pago mi reloj que cuesta cinco mil dólares? Mentí.
Nuestro anfitrión pareció calmarse. Posó dulcemente sus ojos en mi brazo y observó con fascinación cómo me iba quitando la prenda.
Se lo ofrecí y en un acto que me hacía ver como un hipnotizador frente a un paciente en trance, le acerqué el reloj a la cara. Buscó un asiento donde sentarse, pero desistió. Dio un paso y se acercó a mi lado, tomó mi reloj en sus manos, caminó hasta donde estaba sentada su esposa, le buscó el brazo y cerró la correa plateada del reloj pulsera. En el brazo de la anciana, debajo de la manga larga de su blusa, había como siete relojes. Ella esbozó una sonrisa, cambiando por primera vez su expresión de momia disecada. Entonces mister Ernaut levantó la mano de su esposa y le dio un tierno y caballeroso beso ahí en el dorso.
Jamás pensé que mi reloj comprado en Chinatown, por apenas cuarenta dólares, nos iba a sacar de semejante apuro. Nuestro anfitrión no nos pagó lo que nos debía, pero sí se quedó con mi reloj barato. Hace casi un año que ocurrió todo esto. Ernaut no era descendiente de ingleses inmigrantes, era un vasco de segunda generación, hijo de un hombre enriquecido durante los primeros años de Franco. Sus abuelos habían sido vendedores de esclavos en Cuba. Lo he ido averiguando poco a poco. Jamás esperamos que vuelva a invitarnos a cenar. Tenemos la remota esperanza que algún día nos pague lo que nos debe.
Este Thanksgiving iremos a celebrar en la casa de unos amigos peruanos. Nos han pedido que nosotros llevemos el pavo horneado. Nos emborracharemos, sin duda. Será la celebración de estar juntos, Mi madre -la recuerdo- creo que vi su mirada en el rostro de la señora Ernaut.
El tiempo, el tiempo, siempre se encarga de evocarnos algo y poco a poco nos obliga a aceptar algunos hechos por tristes que sean.