Wednesday, June 1, 2011
Cenando mariscos con Gay Talese.
Conocí al escritor estadounidense Gay Talese hace algunos años y recién hoy -al leerlo- sé que se trataba del autor de Thy Neighbor’s Wife. El gran representante del periodismo moderno fue quien estuvo cenando mariscos junto a mi mesa en un restaurante italiano de Long Island.
Sé que fue él por una serie de detalles. Al mirar la carátula de su autobiografía titulada ‘A writer’s life’ veo a un tipo vestido con elegancia, con unas manos inmensas hechas sin duda para el trabajo esforzado y paciente, mostrando una sonrisa de hombre satisfecho y feliz, y, claro, el sombrero que al usarlo lo distingue un poco más.
En su autobiografía, Talese cuenta que le encanta visitar algunos restaurantes cuatro o cinco veces por semana porque desde pequeño está familiarizado con ellos. Recuerda el escritor que su padre gustaba salir con su familia, dejando su sastrería para llevar a comer a toda la familia fuera de casa. Talese se refiere a su hermana, su madre y él, además recuerda que su madre no era muy diestra en la cocina y su padre se transformaba en un tipo más bonachón y atento cuando estaba presidiendo la mesa familiar en un restaurante de algún paisano italiano. Allí en los restaurantes, Talese gusta ‘parar la oreja’ para escuchar algunas historias que los clientes suelen contar a sus acompañantes, sin reparar muchas veces en que hay algunos otros comensales oyendo. Habiéndose familiarizado con los menús desde niño, Talese descubrió-leyendo el trabajo de George Orwell- que él también está muy bien capacitado para escribir sobre todo lo que ocurría en un restaurante.
Gracias a que soy también un curioso y amante de la buena mesa es que llegué a comer junto al gran escritor estadounidense. Lo recuerdo por lo que comió: langostinos que fueron servidos en un plato con una elegancia que más que comida parecía un adorno. Un galeón español de langostinos y mariscos que el escritor atacó por estribor e hizo un gesto sibarita que me hizo tragar saliva. Me hubiese gustado meterle el tenedor a su plato por la popa. Pero para que me entiendan mejor, debo comenzar por el principio.
Hace algunos años, los vecinos del sótano de la casa donde viví me pidieron atestiguar su matrimonio. Yo me resistí al inicio, pero al final terminé aceptando. Me resistí por lo que me contó la novia. Yo solía preparer mi comida en la cocina que compartíamos todos quienes vivíamos en esa casa y como buen peruano me encantaba invitar lo que preparaba, me encantaba ofrecer mis chupes de camaroncitos o mi picante de langostinos con pallares verdes, pero no recibía invitación a cambio y mis vecinos a veces se atragantaban con perniles puertorriquenos o pasta italiana. Para ser sincero, no me importaba del todo, pues sé que como buen peruano, para mí, no hay nada como nuestros potajes hechos a base de diversos ajíes. Sin embargo, lo que me dijo Melisa –así se llamaba la novia- me sorprendió. “Mi novio me dijo que no te invite un bocado, me lo ha prohibido”. Abrí los ojos al descubrir algo que ante mí se presentaba distinto. Me joden los hipócritas. El tipo reventaba cuetes a la cocina peruana y decía que el cebiche de mariscos era lo que más le encantaba. Yo estuve pensando gastar un poco más de dinero para probar mis manos en la preparación de un ceviche a pedido, que por cierto nunca me ha salido bien, pero ante lo que escuché, opté por comer solo. La atención del novio con la comida que preparaba era falsa y preferí degustar mis potajes sin esa compañía, aunque me encanta compartir lo poco que tengo. Cuando me pidieron ser el testigo de su boda, les dí largas, pero el pedido fue constante que no me quedo más remedio que aceptar. No me iba a costar nada y sólo me pedían estampar mi firma en un documento que iba a extender un juez del pueblo donde vivíamos. Además, los novios estaban solos y a los padres y familiares de la pareja se les hacía difícil venir para la boda, del novio desde Honduras y de la novia desde Arizona.
El terno no me quedaba, el ejercicio constante de llevarme el tenedor a la boca había dado resultados. Opté entonces por una camisa celeste decente y un pantalón de vestir azul marino. Salí del trabajo temprano, tenía la comida lista del día anterior, la calenté y comí. Me di un baño y luego me cambié. Cuando me ponía la corbata frente al gran espejo de la sala, los novios aparacieron elegantes. El vestía un terno azul con camisa crema y lucía una corbata amarilla chillona. Ella tenía un vestido corto color blanco humo y el ramo de tulipanes blancos se veía simpático. Ella estaba feliz, el novio había tenido la delicadesa de preparar el arreglo y demostró mucha destreza. Aunque el maquillaje de Melisa era espantoso, se había embadurnado la cara con talco o algo parecido. Opté entonces por concentrarme en los tulipanes.
-Tenemos que ahorrar, con las justas tenemos el dinero para el juez. El arreglo floral lo hizo él- dijo ella mirando a su amado con gratitud y algo de disimulado descaro. El novio me miró sonriente y poco le faltó para levantar la pata y marcar territorio.
Bueno, vamos, que andamos exactos. El pequeño volswagen de ella nos esperaba en la calle, nos subimos y enrumbamos al City Hall. Al llegar se nos unió una morena que también atestiguaría en el matrimonio. Trabajaba en el banco donde Melisa mantenía una pequeña cuenta bancaria y había aceptado también el pedido de la novia. El cielo oscureció cuando entramos al City Hall. Conversamos esperando la llegada del magistrado y fue el mismo juez quien nos abrió la puerta de la Corte donde se realizaría el matrimonio. El salón de audiencias se veía grande y vacío, lo llenaba la morena con su cuerpo escultural, los novios y yo. Ese perfil podía destacarse donde sea y estoy seguro: podía competir con JLo. Andaba volando en mi avioncito imaginativo cuando apareció el juez muy bien ataviado; con lo que vestía se veía distinto, daba cuenta de su autoridad. Leyó un documento de manera breve dando a conocer los derechos que le facultaban para realizar casamientos, pidió a los novios el consentimiento para unirlos, les pidió los anillos, darse un beso y con nuestras firmas finalizó el acto. No se olvidó del dinero que le correspondía y nos dejó solos en esa enorme sala que algunas veces supongo alberga a más de cien personas. Cuatro gatos –nosotros- comenzamos a tomarnos fotos. El juez apareció dos minutos después y dijo ‘Good night’, entendimos que iba a cerrar la sala de audiencias. Todo rápido y expeditivo. Mis vecinos estaban casados.
-Ya hizo sus cien pesos y ahora quiere que nos vayamos- dijo el flamante marido. Nos fuimos. La morena dijo que tenía que irse hasta Brooklyn manejando y se veía que iba a llover. Mi avión aterrizó. Nos despedimos y volvimos al volswagen. En el auto, Melisa me dijo que deseaban ir a cenar a un lugar bonito y barato. No tenían mucho dinero, puso énfasis en eso. Tal vez esperaban que les invitara, pero yo me sentía satisfecho, ya había comido. El novio manejó y les sugerí que fueramos a Roslyn, un pueblo predominantemente judío. Al ir a estudiar solía pasar por un lugar donde habían muchos restaurantes y uno de ellos llamaba mi atención, ‘algun día iré a comer a ese lugar’, pensé antes. Este era el momento. La lluvia se desató y seguimos avanzando, pero tuvimos que parar cuando la lluvia arreció, parecía que nos estaban tirando baldazos de agua a la luna delantera sin parar, no se veía absolutamente nada al frente. Esperamos bromeando: ‘alguien no quiere que vayamos a comer, nos vamos a tener que quedar a lavar los platos’, decía Melisa. Y justo en tu día de bodas, dije con un tono de maldad. Cuando la lluvia amainó un poco seguimos nuestro camino. Fuimos hasta el restaurante de mi elección. Al parar el vehículo se acercó un muchacho con paraguas, nos escoltó uno por uno hasta la puerta de acceso y le pidió al novio las llaves del vehículo para estacionarlo. ‘Esto nos va a salir caro, mira las atenciones’, dijo el ahora esposo. ‘Es que esta lloviendo y no quieren perder a la clientela’, dije tratando de apapachar mi culpa. El restaurante estaba casí vacío. Dos mesas apenas tenían comensales, en un rincón había una joven pareja que al parecer no deseaban ser vistos, muy juntos conversaban casí tapándose la cara con las cartas de los menús que servían en el lugar. Frente a las ventanas que daban a la calle, dos adultos mayores tomaban una copa de vino, esperando sus respectivos platos de fondo. El maitre pidió un momento, mientras acondicionaban una mesa para nosotros. ‘Junto a la ventana’, pedí. Al rato un mozo vino y pidió que lo acompañaramos, nos sentaron al costado de los adultos. Otro mozo venía con una bandeja de comida. Al pasar por mi lado vi un plato qué más que comida parecía una pequeñna obra de arte: langostinos que simulaban un galeón español. Iban a la mesa del caballero elegante. Sus manos enormes me sorprendieron, quizás pudo acabar con el plato de un manazo, pero atacó el galeón con finura, por uno de los flancos y lo vi degustar el primer bocado con placer. Ese es el plato que me gustaría comer, pensé. Habían como veinte mesas vacías, pero nos acomodaron junto a los adultos que calculando tenían alrededor de 70 años. El, muy elegante, sonreía, llevaba chaleco y corbata y no dude suponiendo ‘es alto y feliz’. La esposa era alta y también muy amable.
-Que bonito que se hayan casado hoy con esta lluvia, nosotros también nos casamos en un día lluvioso- dijo la señora.
-Sin duda van a ser muy felices- intervino el señor.
Apenas nos conocían y se mostraban simpáticos. El flamante esposo seguía preocupado, su cara no pertenecía al de un hombre casado y feliz. Se veía como listo a huir. El maitre trajó las cartas con el menú a servirse aquella tarde, digo tarde porque al ser las 6.30 p.m. aún se veía con claridad a través de las ventanas. Estoy seguro que de afuera para adentro, todos quienes pasaban en sus autos nos veían sin reparar demasiado en nosotros. Jamás se les hubiera ocurrido que estabamos cortos de fondos y a punto de brindar por la salud y felicidad de una pareja de recién casados.
-Yo ya comí, no te preocupes. Para mí con una ensalada basta- mentí, pues había vuelto a fijar mis ojos en el galeón de langostinos y estaba dispuesto a hundirle el tenedor por la proa.
-Por lo menos tenemos que tomar una copa de vino, no es verdad? –dijo Melisa.
-Claro- dijimos a coro, el esposo y yo.
Yo me desligué de mirar a la pareja de adultos y me puse a observar a los recién casados. Me preocupé. ‘Caray, casarse para no tener ni cómo pagar una cena’, pensé.
La novia se puso a conversar con la señora acerca de su vestido y del ramo que llevaba consigo. El lo hizo, contestó ella feliz. La señora se paró de su mesa y se acercó a la nuestra para observar con más detenimiento los pequeños tulipanes blancos aún en botones. Luego me pidió la cámara que tenía olvidada en la mesa y comenzó a tomar fotos. Me pidió juntarme a los esposos y click!, tomó una foto más.
Nuestras copas llegaron y la dama adulta trajo la suya, hizo salud y se retiró. Nosotros volvimos a brindar una vez más. Llegaron las ensaladas de entrada, la mía venía con camaroncitos revueltos en las hojitas de espinacas, las habían bañado con un salsa roja que se parecía al ketchup, era lo más barato que encontré en la carta. El novio y la novia pidieron pasta. Comimos por un rato en silencio. Yo que soñaba con el galeón en mi plato, pero alguien en la cocina los había amotinado, destruido la pequeña nave y esparcido la sangre por todo ese mar lleno de algas, imaginé.
La pareja de adultos se retiró, pero antes de hacerlo la señora se acercó a la mesa, tomó de la mano a la novia y le deseó lo mejor. El caballero se despidió con una venía. Era delgado, muy alto, de cara larga y de nariz prominente, pero sus manos sobresalían ante cada gesto que hacía. Caminó hasta un lugar donde el maitre le entregó su saco crema y un sombrero de pana que hacia juego completo. Conversaron y nos hizo una venía adicional de despedida con el sombrerito. La lluvia había escampado por completo y el restaurant comenzaba a llenarse.
El maitre se acercó a la mesa que yo compartía con los recién casados y esbozando una amplia sonrisa preguntó qué más gustabamos servirnos.
-No, no. Estamos satisfechos. No, nada más. Más bien quisieramos la cuenta- dijo titubeante Melisa.
-No van a comer algo de postre, tomar un café, una copa más de vino?, insistió el maitre. Pidan con confianza.
-No muchísimas gracias, nos tenemos que ir a otro lado y nos esperan con algo más, mentí. El esposo miraba la mesa, preocupado.
-De la cuenta no se preocupen, mister Talis y su esposa ya pagaron todo- dijo el maitre. Si desean pedir más, no hay problema.
La novia, el novio y yo nos miramos sorprendidos.
-Nosotros ya cargamos todo a la cuenta del señor y sí desean más, no hay problema. La pareja son clientes antiguos del restaurante y hay mucha confianza.
En ese momento no reparé en el apellido, Talis o Talisi. Claro, lo estaban diciendo en inglés y yo desde que leí el artículo periodístico ‘Frank Sinatra tiene tos’ siempre dije Talese, como suena. Talese con E.
Vaya, vaya. Lo que es la vida y las casualidades que se juntan. Hoy sé que Gay Talese pagó la cuenta en aquel restaurante y yo ni siquiera atiné a cruzar una palabra con él. Vaya oportunidad perdida. Al leer su biografía recién me entero que Talese come en algunos restaurantes y que lo hace desde pequeño, además, le encanta ‘parar la oreja’ a donde va, porque es el lugar donde encuentra sus historias. Sin duda, nos vio -a los esposos y a mí- preocupados mirando la carta del menú sin saber qué pedir por no tener el dinero suficiente para cubrir los gastos en un momento especial y para aliviarnos la preocupacion, él decidió pagar todo. Por eso habló con el maitre antes de salir del lugar. No sé cuánto hubiese sido la cuenta por el consumo, quizás nos hubiesemos tenido que quedar a lavar los platos, pero gracias al oído fino del escritor todo se solucionó, además me dio la oportunidad de contar esta historia que aunque parezca falsa se ha convertido en verdad verdadera para mí. Comí mariscos con Gay Talese y él pagó la cuenta.
Gracias maestro y buen provecho.
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