Thursday, March 31, 2011

'Amorcito corazón'.


El corazón me dolía todos los días. Ya llevaba dos semanas con el malestar. El dolor se manifestaba como pequeños mordiscos que iban del pecho al costado izquierdo, del diafragma a la espalda. Algunas veces se focalizaba bien y otras veces cambiaba de posición, muy rápido. Mi expresión era de cansado. ¿Dónde vi este tipo de rostro?, me pregunté. Al profundizar se me venía el rostro triste de mi padre en los últimos días de su existencia. Me dolía el pecho un poco más al recordar a mi padre convaleciendo solo, hasta que se le fue la vida. Sin embargo, seguía con mis cosas: leyendo, escribiendo, trabajando, algunas veces metiéndome a la cocina para preparar una sopa a la minuta. Se me antojaron mondongos al estilo madrileño, luego un arroz tapado con atún, pasas aceitunas, cebollas, alverjitas y zanahoria picada, todo para no hacerle caso a mi corazón que sufría. Sé que cocinar calma los nervios y me metí a la cocina. Pero me sentía afligido. ¿Y por qué no voy al hospital?, me pregunté. Porque detesto los hospitales. Mi padre murió en uno de ellos. Meditaba, pero no podía completar mi meditación. Mi alma me decía que algo no marchaba como debía, además, siempre sentí a alguien extraño parado junto a mi, ¿esperándome sin prisa?.
Hasta que me dije: ‘el jueves que no trabajas, te vas al hospital’, y así lo hice. Fui al hospital caminando, con el firme objetivo de obtener una cita para consultar al médico, el que me tocara. Jamás imaginé que me iba a quedar hospitalizado, como me quedé.
‘Parece una tontería’, es el título de un relato escrito por el gran Raymond Carver, donde se relata la muerte repentina de un niño, justo cuando va a celebrar un año más de vida, pero yo no había pedido ningún pastel para celebrar un cumpleaños, mucho menos me había puesto a hornear uno, pese a andar interesado en la cocina. Me preocupaba eso sí dejar de atender a mis sobrinos. Conociéndolos se iban a saltar el almuerzo, después de regresar del colegio y sí comían iban a freír huevos y la comida la iban a poner fuera de su alcance.
Había ido caminando al hospital por espacio de una hora, agobiado por un dolor tonto y constante que me tenía cojudo. Ahora creo que no era mi hora, así me lo decían los seres que me acompañaron durante los momentos que dedicaba a la meditación. Ahora que lo veo, ellos no querían llevarme, me estaban alentando a buscar ayuda. Nunca pude encontrar mi karma durante aquellos días que el dolor me agobiaba, me sentía más bien asustado y no queria morir. Al llegar a la ventanilla del hospital presenté algunos papeles para renovar mi admisión y solicitar la anhelada cita.
-Se te venció el plazo –me dijo María en español. La conocía, sé que es de Puerto Rico y sé que es muy atenta con todos. Al verla, creí que la suerte estaba conmigo, claro que sí.
-Así es –contesté. -Y quisiera una cita, si es posible para hoy-. Me atreví.
-Para hoy y por qué para hoy? Me dijo entre sorprendida y jovial.
-Porque tengo un dolor en el pecho que ya lleva cinco días y no me deja- Mentí, el dolor llevaba ya más de dos semanas.
-Cinco días y recién vienes?- dijo María abriendo un poco más sus ojos detrás de sus anteojos de carey. Se paró y me pidió esperar mientras salía de la oficina.
Fui al hospital caminando porque pensé que mi vida sedentaria me estaba afectando. Del trabajo a la casa, con auto a la puerta, cenar, ponerse a escribir, leer, meditar, ver alguna película. Necesitaba ejercitar mis piernas. Entonces caminé. No me sentí cansado, sí abochornado, el día invernal había amanecido algo caliente. El sol brillaba y el cielo se veía celeste.
De pronto apareció María Simmons con la doctora Barbara Keber y junto a ellas una enfermera con una silla de ruedas. Habían estado leyendo toda mi información y la doctora con inteligencia sugirió que me internaran inmediatamente. A ellas en primer lugar les debo mi vida.
-Siéntate, te vas a emergencia. Tu historia familiar, tu padre murió con un paro cardiaco, tu hermano y su corazón, en cualquier momento te pasa algo –me conminó la señora María.
-No, no se preocupe, puedo caminar. Estoy caminando hace una hora.
-¿Qué? Abrió una vez más los ojos María. -Siéntate rápido que te me caes en cualquier momento- insistió amable.
Para que pelear pensé y me senté en la silla. No deseaba sentirme enfermo, porque esa es la idea de quienes te ven al pasar. “Pobre muchacho, tan joven y enfermo”, parecen decir quienes te miran al pasar. Lastima es lo que menos me gusta en esta vida. Pero opté por olvidar el asunto conversando con la enfermera que me condujo a la sala de emergencia. Asi olvidé mirar a quienes me miraban. Y fue preciso porque era el momento de pensar más en mí que en los demás.
En emergencia me esperaba ya lista una enfermera y una auxiliar de enfermería. Me pidieron que me sacara la ropa para usar una bata que todos los pacientes del hospital estan obligados a usar. La bata es fea, pero practica para los exámenes que te necesitan hacer. Una cama blanca y limpia me esperaba en la habitación y una sola habitacion para mí. Me intimidó ver los monitores, además de entre las conexiones en la pared destacaba el del oxígeno. Fue lo primero que me pusieron al echarme en la cama, una pequeña manguerita va directo a tus fosas nasales y al instante tú sientes el olor del oxígeno puro. Respiré profundo. Meditando me acostumbré a respirar pausado, profundo y con calma. Me sacaron sangre, me tomaron una placa radiográfica en cuestión de minutos. Medité un poco tratando de calmarme. Mi padre, en mis oídos, me cantaba una canción del grupo mexicanoLos Panchos. Con esa voz suave y melodiosa, mi padre me cantaba “Amorcito Corazón”. Se lo había escuchado algunas veces. No recordaba la letra con precisión, pero al tararearla era igual. En el silencio de mi meditación se escuchaba el ritmo de la máquina que media mis latidos, de un parlante se escuchaba la llamada cosntante a uno u otro doctor. Los pasos de los médicos y enfermeras era constante, rápido, pero silente, yo le percibía porque estaba en calma. Mi piel me dolía solo donde me habían dado los pinchazos iniciales y mi brazo sintió la presión que hizo el medidor de mi presión arterial. No había nada anormal a primera vista. El dolor en mi pecho estaba ahí, atento, acechando.
Me dijeron que los exámenes iban a seguir. Necesitaban tres pruebas para estar seguros de la buena marcha de mi corazón. La segunda resultó algo elevada a los estandares que los especialistas en salud juzgan normal y la tercera subió aún más. Me lo explicaron simple: ‘cuando tu corazón está en peligro segrega una sustancia que avisa de la posibilidad de un paro cardíaco, nosotros lo medimos al sacarte la sangre’. Caray, entonces ando con el músculo tratando de fallar, pensé. Más tarde, una doctora me dijo que tenían que hacerme pruebas adicionales, pero no en el hospital por lo que me dijo que sería necesario un trasladado a un nosocomio más equipado. Acepté. Ya estaba ahí y quería curarme del mal que fuera.
Vaya, pero sí solo vine por un chequeo y para que me quitaran el dolor en el pecho, se lo dije a la doctora. Supe siempre que tenía una angina, pero pensé que podía controlar el mismo con mi buen ánimo, con meditación y hacienda un poquito de ejercicio. Pero al parecer mis genes estaban demandando una manito. Me dijeron que pasaría la noche en el hospital y que al día siguiente me llevarían a otro lugar. Tenía que estar en el hospital para que los médicos siguieran monitoreando mis latidos. Antes debí firmar la autorización que decía que iba a pasar a otro hospital a la mañana siguiente. Más tarde dejé la sala de emergencia y me llevaron a una habitación del segundo piso. Bromeé con la enfermera diciendo que no quería dejar emergencia donde Soledad y Marta me habían tratado tan bien. No me gustaba eso, porque me hacían sentir su preocupación y sí eso se hacía evidente yo iba a encariñarme con el hospital, cuando lo lógico era que salga lo mas rápido posible. Bueno, iba por buen camino, mi hermana estaba conmigo. Marta me acompañó hasta el segundo piso y me dejó ahí cuando supo que me habían colocado todos los cordones que necesitan colocarte para monitorear tu cuerpo y tu salud. Era una habitación pequeña, con dos camas y un baño, me pusieron junto a la ventana desde donde podía ver la sombra de los árboles. Recordé al escritor peruano Julio Ramon Ribeyro aferrándose a la vida para ver como renacían las hojas después del invierno. Aquella noche pensé ‘mañana veré con más detalles los árboles que me dan sombras’. Al costado de mi cama estuvo un señor de 93 años. Supe que no me iba a pasar nada malo, porque sabía que mi abuelo estaba junto a mí (mi abuelo murió a los 95). Me enteré de la edad de mi vecino de habitación al día siguiente, cuando un señor bastante mayor llego a verlo y me dijo ‘mi padre sale hoy’. Me sorprendió oír a aquel señor decir que su padre era quien estaba ahí, pues el visitante se veía bastante mayor, entonces pregunté ‘How old is your father? Y me contestó ‘ninety three’. Le habían cambiado el pequeño marca paso que tenía en el pecho. Cuando pensé que mi abuelo me estaba cuidando, lo hice para llenarme de pensamientos positivos. No sé con exactitud, pero pensé que mi abuelo me lo había enviado para decirme que todo iba a salir bien. CONTINUARA…

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