Tuesday, March 8, 2011
Los héroes anónimos de la guerra sucia.
Hay algunas personas que nacen con un destino trazado y por más que hagan lo que hagan siempre se darán con lo que tienen que hacer en cualquier momento de su vida, aunque ésta este en peligro. Es el caso del artesano Guillermo Catácora, quien fue testigo principal de dos hechos que marcaron dos épocas o periodos de gobierno de nuestra vida republicana, dos hechos que se necesitaban conocer en nuestra historia.
Cuando Catácora estaba recluído en el penal de Lurigancho, en Lima, ocurrió la matanza de casi todos los acusados por terrorismo detenidos en lo que entonces se conoció como el pabellón industrial. Aquel amanecer del 19 de junio de 1986, durante el primer gobierno de Alan García, algunos policías que ingresaron a develar el motín tomaron la justicia en sus manos y liquidaron a todos los rendidos de un balazo en la cabeza, pero hubo uno que ‘haciéndose el muerto’ logró salvarse, Efraín Ticona Condori.
El mismo ex senderista que se paró de entre los cadáveres para caminar y buscar ayuda entre los internos comunes, encontró en Guillermo Catácora al interno que lo socorrió, lo escondió durante las requisas policías que siguieron a la matanza y lo ayudó a huir del penal vestido de trabajador penitenciario por la puerta principal, logrando con ello burlar definitivamente a la muerte.
La historia es verdadera y hoy Efraín Ticona Condori prefiere el anonimato porque está arrepentido de todo aquello que signifique abrasar causas que tengan que ver con matar o liquidar al otro, así lo cuenta el periodista Ricardo Uceda en su libro “Muerte en el Pentagonito, los cementerios secretos del Ejército Peruano".
La participación de Catácora no termina ahí, él fue uno de los héroes anónimos que permitió descubrir donde se habían enterrado los cuerpos de los estudiantes y un profesor de la Cantuta, asesinados por el grupo Colina, creado en el Ejército Peruano (EP) y comandado por el mayor Enrique Martín Rivas, grupo que fue creado bajo el comando del general Nicolás de Bari Hermoza Ríos.
En el libro de Uceda no hay un héroe sobre el que gire la historia. En lo escrito por el periodista, ex director de la revista SI, más bien el hilo conductor está trazado bajo la figura de un antihéroe, el suboficial Jesús Sosa, conocido con el apelativo de ‘Bazán’ y después muy promocionado por la prensa con el alias de ‘Kerosene’, por su pecualiar estilo de desaparecer –quemando- los cuerpos que había liquidado.
Sosa ocupa más de la mitad del libro de cerca de 500 páginas y Uceda lo ha investigado desde que se enroló en el EP en los inicios del año 1982, cuando entonces gobernaba Fernando Belaunde Terry y cuando se inicio el terrorismo más despiadado de América Latina, encabezada por Sendero Luminoso (SL), cuyo cabecilla fue Abimael Guzman Reinoso, un siniestro profesor universitario. Como saben, Ayacucho fue el pimer escenario de la guerra sucia y a donde fue enviado el joven y aún inexperto suboficial Sosa.
A Ayacucho llegó Sosa después de la desaparición trágica de su madre, quien murió en un accidente automovilístico lejos de su natal Motupe, en Lambayeque, al norte del país. El accidente ocurrió al sur de Perú y a Sosa le tocó recoger los restos destrozados de su progenitora para llevarlos hasta su lugar de origen. Para Uceda, lo ocurrido con la madre marcó al suboficial de una manera tremenda y fue tal vez debido a este hecho tan desgarrador que Sosa se convirtió en un tipo tan desalmado y asesino. Sosa no dudaba al momento de apretar el gatillo en la cabeza de cualquier detenido sí sobre el mismo pendía la acusación de terrorista y esta acción siempre lo hacía cuando la víctima caminaba dándole la espalda y estaba maniatado. A esos cuerpos, Sosa los aprendió a desaparecer valiéndose no de gasolina, sino de kerosene, combustible que se adhería al cuerpo y se acababa al mismo tiempo que la víctima se hacía polvo, a decir del suboficial y según investigación de Uceda.
En el libro también tenemos al galán de la historia y ese papel estuvo a cargo del mayor EP Rivas, quien vivió acalorados triángulos amorosos con las suboficiales del grupo, entre las que destacó la suboficial Mariela Barreto, quien luego apareció asesinada y quemada totalmente porque se supuso en el grupo (mal como lo veremos) que fue una de las que dio las pistas para descubrir los cuerpos de los desaparecidos de La Cantuta. Sin embargo, cuando la Barreto protagonizó una pelea con una de sus compañeras por el romance que vivía con Rivas, felizmente abortó una operación de aniquilamiento que bien puso significar el asesinato del político Yehude Simons.
Pero dejemos a estos antihéroes para ir a buscar y rescatar a esos héroes anónimos que los peruanos hemos dejado desamparados y en el olvido debido a que en algún momento abrazaron causas de ideología extremista. Guillermo Catácora fue comunista, incluso viajó a la China en 1968 para seguir una especial capacitación y perfeccionar su técnica de hacer granadas. Estuvo preso en varias oportunidades y durante su reclusión, alejado de los grupos de izquierda, socorrió a uno de los senderistas que se libró de ser aniquilado con un disparo en la cabeza después de rendirse en una revuelta del penal de Lurigancho.
En la cárcel, Guillermo Catácora conoció a Justo Arizapana, quien también había militado en un grupo extremista y quien gozando de una libertad provisional y habiendo violado la misma para no volver a prisión fue testigo presencial de lo ocurrido con los cuerpos de los estudiantes y de un profesor de La Cantuta, en un pasaje desolado de una zona conocida como Cieneguilla. Ahora dedicado a la recolección de cartón Arizapana descansaba de su labor y dedicándose a cuidar su patrimonio que le agenciaba 200 soles diarios pudo ver como un grupo de militares removió y escondió los restos de lo que dedujo se trataba de los desaparecidos de La Cantuta.
Fue Arizapana quien confió a Catácora la existencia de estas tumbas clandestinas y juntos decidieron contar lo que sabían al ex congresista Roger Cáceres Velásquez, quien en aquel momento presidía una comisión encargada de investigar la matanza, atribuida entonces a los miembros del grupo militar denominado Colina. El parlamentario se hallaba al final de su trabajo, presionado por la bancada fujimorista que trataba de bloquear cualquier esclarecimiento del caso, sin ninguna prueba que sustentara su trabajo.
Fue el parlamentario Cáceres Velásquez, quien pidió a Catácora y Arizapana que le dibujaran un mapa en el que se precisara el lugar de las tumbas, fue a su vez el congresista quien confió lo que sabía al honrado periodista Edmundo Cruz y a su acérrimo colega José Arrieta. Fueron los periodistas de la entonces revista SI, dirigida por Ricardo Uceda, quienes denunciaron la existencia de un lugar secreto donde se había incinerado los cuerpos de los desaparecidos de La Cantuta.
El mapa también tuvo su historia, a decir del investigador Uceda, pues una copia llegó a manos del vocero senderista El diario, el mismo que se imprimía en el distrito de Comas -al norte de Lima- después que Catácora y Arizapana hicieran una copia en su afán de que se conociera la verdad. Ambos no sabían que una copia del mapa se lo habían entregado a un simpatizante senderista, Juan Jara, quien lo llevó hasta la imprenta del antes citado diario y que no pudo ser publicado porque la policía detuvo a quienes imprimían el vocero senderista justo el día que se iba a dar la primicia.
El libro de Uceda está lleno de revelaciones y tiene un ritmo ágil y ameno que es difícil de parar cuando uno comienza a leer todo lo ocurrido. Este es sin duda un libro de cabecera para todo peruano y toda persona interesada en conocer como operar algunas fuerzas cuando se desencadena una guerra sucia. Lo que empezó SL fue un verdadero rompecabezas -al principio- y tomó por sorpresa a los institutos armados y la policía y el camino que recorrimos se fue llenando de sangre inocente, pero en ese contexto inhumano hubieron algunos peruanos que poniendo en riesgo sus vidas trataron de hacer o hicieron algo que verdaderamente era correcto.
Para ejemplo final, debo reconocer la infiltración inteligente de un abogado y suboficial del EP en las filas de los mal llamados abogados democráticos -declarados defensores senderistas- quien tuvo que salir del Perú porque sus jefes (un oficial) no tuvo el suficiente tino y sentido común de socorrerlo cuando el infiltrado pidió ayuda económica luego de haber sido herido en una manifestación. De un hospital público el oficial ordenó el traslado a un hospital militar poniendo en riesgo la vida del abogado y malogrando una excelente oportunidad para acabar con el terrorismo.
En la foto publicada se ve al artesano Guillermo Catácora, quien debió también dejar el Perú para evitar ser presa fácil de las malas acciones durante el gobierno de Alberto Fujimori, en la foto se ve de perfil al periodista Edmundo Cruz.
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