Thursday, October 23, 2014

Moyocho, el rey del penacho rojo. (Ficción)

A pedido de mi hermano Coqui.

Hasta lo más alto de una montaña llegó un joven cazador. Estaba persiguiendo a un otorongo huidizo que con sus enormes colmillos ya había acabado con sus dos perros labradores de caza. Llevaba más de dos lunas tras la presa. Se sentía cansado.

Después de un día soleado de pronto se nubló, a los truenos siguieron los relámpagos y fue cuando la lluvia se precipitó.

El cazador buscó refugio en el interior de una montaña, junto a él llegaron también dos aves, las observó, tenían un hermoso penacho rojo. Pararon antes de alcanzar la cumbre y miraron curiosas al intruso. Luego volaron hasta lo más alto de la cueva. Por encima del agua que caía con fuerza el cazador escuchó el trinar insistente y en eco de los pichones. Les traían comida.

Aquel día llovió como nunca. El cazador vio como el agua corría y allá abajo en la llanura se formaba un río que avanzaba destruyendo para abrirse paso. Los árboles caían, las piedras parecían ser arrancadas de las laderas de la montaña y rodaban.

Cuando de pronto -él no lo sabía- el otorongo apareció por la parte trasera de la montaña, había otra entrada al mismo lugar. El cazador se había desprovisto de su arco y sus flechas para poder sentarse a descansar y no tuvo tiempo de alcanzar su arma. El felino al verlo -como empujado por extrañas fuerzas malignas- se avalanzó hacia el perseguidor, se cambiaba ahora la historia. El cazador esperó la embestida y alcanzó a sacar su daga hecha de un largo y duro hueso filudo para defenderse. Antes que llegara a enfrentar a la bestia, las dos aves de rojo penacho volaron desde su nido y… se lanzaron a frenar al otorongo. Ante el ataque de sorpresa la fiera desaceleró su embestida y fue entonces que  -en una fracción de segundos- el cazador dio una voltereta y pudo alcanzar su arco y sus flechas. No supo con exactitud pero se estaba preguntando, ¿qué tan fuertes pueden ser las alas de estas aves para frenar la carrera de una bestia enloquecida? Cuando lanzó su flecha ya tenía la respuesta. El otorongo cayó con la flecha incrustada en la frente.

A un costado las aves de penacho rojo yacían sin fuerzas. La embestida y el escudo que hicieron las dejó mal heridas y sin poder volar. Ambas lanzaron un canto y los polluelos respondieron, fue tal vez la más tierna despedida. El cazador también cayó rendido y durmió. No supo cuánto tiempo había transcurrido, pero cuando abrió los ojos la lluvia ya había cesado. Arriba de la montaña escuchó nuevamente el fuerte trinar de los polluelos hambrientos. Cómo poder alcanzarlos para darles de comer, pensó cuando ya subía las paredes. Una mano aquí, otra allá. Un pie asegurándose la estabilidad, una mano avanzando a tientos, otra mano más arriba, el otro pie buscando soportar el peso de su cuerpo… hasta que transcurridos unos minutos llegó hasta el nido. Se dio cuenta que había actuado sin pensar y que no había traído comida, entonces decidió bajar en busca de algo. Nadie sabe cuántas veces bajó y subió para alimentar a las pequeñas aves que de estar desnudas poco a poco se fueron llenando de vivos colores rojos. A los costados aparecieron plumas negras y el cazador pensó que era por el dolor de haber visto morir a sus padres. El joven hizo fuego con sus viejos pedernales y la poca hierba seca que encontró. Con el fuego se abrigó y dejó también que ahí la carne del otorongo se cociera.

La última mañana que subió para dar de comer a los pichones vio que estos ya tenían completo su plumaje y extendían con orgullo sus largas alas. Lo que siguió fue maravilloso. Ambas aves de rojo penacho se lanzaron a volar. Volaron en caída libre, en círculos, subieron tratando de alcanzar lo más alto, el sol las cegó por segundos y bajaron, volvieron a planear hasta que se perdieron de vista. Era hora de bajar y volver a casa, pero el joven al ir poniendo las manos y los pies notó –sin ningún temor- que no podía mantenerse un segundo más sujeto en la pared de la montaña. Las piedras cedían a su peso y la pared se desmoronaba. Entonces decidió imitar. Saltó creyendo que volaba. Vaya vuelo majestuoso, mítico. Jamás supo por cuanto tiempo voló. Cuando abrió los ojos, yacía en el piso de la cueva. No podía moverse. Sorprendido vio que dos hombres le pintaban la cara con una pluma. Vestian una túnica negra, larga, llevaban un pectoral rojo adornado de piedrecillas luminosas, un collar con la pequeña calavera de un monito y dos colmillos de jabalíes a los costados, en la cabeza tenían un gorro en forma de cono. Pensó que eran chamanes. Mientras trabajaban recitaban algo en una lengua incomprensible. Los aparecidos sacerdotes le habían hecho un extraño tatuaje en el rostro. De pronto le dijeron 'Moyocho párate, estas listo para coronarte'. Obedeció. ¿Estaba soñando, era acaso una pesadilla? Se convertiría en rey y ya tenían preparado su enorme penacho rojo. Cuando pasó por el agua empozada que la lluvia había dejado pudo verse la cara: dos gallitos de las rocas habían sido tatuado en sus pómulos, se iba a convertir en la majestad de la montaña. Apenas abrió sus brazos y un pueblo también aparecido lo vitoreó. Jamás entendió cómo había llegado allí, a la cumbre de una montaña desde donde contempló un valle verde. Cuando se sentó en el sillón de cuero felino sus dos perros labradores se acomodaron a sus pies. Las aves le agradecían al oído, las pudo oír con nitídez. Batían sus alas.

Quienes vivieron la historia cuentan en antiguos papiros que fue el mejor rey de la montaña donde se venera al felino salvaje.

Hoy, los días de lluvia, los fieles le llevan fuego y comida. 

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