A pedido de mi hermano Coqui.
Hasta lo más alto de una montaña llegó un joven cazador. Estaba
persiguiendo a un otorongo huidizo que con sus enormes colmillos ya había
acabado con sus dos perros labradores de caza. Llevaba más de dos lunas tras la
presa. Se sentía cansado.
Después de un día soleado de pronto se nubló, a los truenos
siguieron los relámpagos y fue cuando la lluvia se precipitó.
El cazador buscó refugio en el interior de una montaña,
junto a él llegaron también dos aves, las observó, tenían un hermoso
penacho rojo. Pararon antes de alcanzar la cumbre y miraron curiosas al intruso. Luego volaron hasta lo más alto de la cueva. Por encima del agua que
caía con fuerza el cazador escuchó el trinar insistente y en eco de los pichones. Les traían
comida.
Aquel día llovió como nunca. El cazador vio como el agua corría y allá abajo en la llanura se formaba un río que avanzaba destruyendo para abrirse paso. Los árboles caían, las piedras parecían ser arrancadas de las laderas de la montaña y rodaban.
Aquel día llovió como nunca. El cazador vio como el agua corría y allá abajo en la llanura se formaba un río que avanzaba destruyendo para abrirse paso. Los árboles caían, las piedras parecían ser arrancadas de las laderas de la montaña y rodaban.
Cuando de pronto -él no lo sabía- el otorongo apareció por
la parte trasera de la montaña, había otra entrada al mismo lugar. El cazador
se había desprovisto de su arco y sus flechas para poder sentarse a descansar y
no tuvo tiempo de alcanzar su arma. El felino al verlo -como empujado por extrañas
fuerzas malignas- se avalanzó hacia el perseguidor, se cambiaba ahora la
historia. El cazador esperó la embestida y alcanzó a sacar su daga hecha de un
largo y duro hueso filudo para defenderse. Antes que llegara a enfrentar a la
bestia, las dos aves de rojo penacho volaron desde su nido y… se lanzaron a
frenar al otorongo. Ante el ataque de sorpresa la fiera desaceleró su embestida
y fue entonces que -en una fracción de
segundos- el cazador dio una voltereta y pudo alcanzar su arco y sus flechas.
No supo con exactitud pero se estaba preguntando, ¿qué tan fuertes pueden ser
las alas de estas aves para frenar la carrera de una bestia enloquecida? Cuando
lanzó su flecha ya tenía la respuesta. El otorongo cayó con la flecha
incrustada en la frente.
A un costado las aves de penacho rojo yacían sin fuerzas. La
embestida y el escudo que hicieron las dejó mal heridas y sin poder volar.
Ambas lanzaron un canto y los polluelos respondieron, fue tal vez la más tierna
despedida. El cazador también cayó rendido y durmió. No supo cuánto tiempo había
transcurrido, pero cuando abrió los ojos la lluvia ya había cesado. Arriba de
la montaña escuchó nuevamente el fuerte trinar de los polluelos hambrientos. Cómo
poder alcanzarlos para darles de comer, pensó cuando ya subía las paredes. Una
mano aquí, otra allá. Un pie asegurándose la estabilidad, una mano avanzando a
tientos, otra mano más arriba, el otro pie buscando soportar el peso de su
cuerpo… hasta que transcurridos unos minutos llegó hasta el nido. Se dio cuenta
que había actuado sin pensar y que no había traído comida, entonces decidió
bajar en busca de algo. Nadie sabe cuántas veces bajó y subió para alimentar a
las pequeñas aves que de estar desnudas poco a poco se fueron llenando de vivos
colores rojos. A los costados aparecieron plumas negras y el cazador pensó que
era por el dolor de haber visto morir a sus padres. El joven hizo fuego con sus
viejos pedernales y la poca hierba seca que encontró. Con el fuego se abrigó y
dejó también que ahí la carne del otorongo se cociera.
La última mañana que subió para dar de comer a los pichones
vio que estos ya tenían completo su plumaje y extendían con orgullo sus largas
alas. Lo que siguió fue maravilloso. Ambas aves de rojo penacho se lanzaron a
volar. Volaron en caída libre, en círculos, subieron tratando de alcanzar lo
más alto, el sol las cegó por segundos y bajaron, volvieron a planear hasta que
se perdieron de vista. Era hora de bajar y volver a casa, pero el joven al ir
poniendo las manos y los pies notó –sin ningún temor- que no podía mantenerse
un segundo más sujeto en la pared de la montaña. Las piedras cedían a su peso y
la pared se desmoronaba. Entonces decidió imitar. Saltó creyendo que volaba.
Vaya vuelo majestuoso, mítico. Jamás supo por cuanto tiempo voló. Cuando abrió
los ojos, yacía en el piso de la cueva. No podía moverse. Sorprendido vio que dos hombres le pintaban la cara con una pluma. Vestian una túnica negra, larga, llevaban un pectoral rojo adornado de piedrecillas luminosas, un collar con la pequeña calavera de un monito y dos colmillos de jabalíes a los costados, en la cabeza tenían un gorro en forma de cono. Pensó que eran chamanes. Mientras trabajaban recitaban algo en una lengua incomprensible. Los aparecidos sacerdotes
le habían hecho un extraño tatuaje en el rostro. De pronto le dijeron 'Moyocho párate, estas listo para coronarte'. Obedeció. ¿Estaba soñando, era acaso una pesadilla? Se convertiría en rey y ya tenían preparado su enorme penacho rojo.
Cuando pasó por el agua empozada que la lluvia había dejado pudo verse la cara:
dos gallitos de las rocas habían sido tatuado en sus pómulos, se iba a
convertir en la majestad de la montaña. Apenas abrió sus brazos y un pueblo también aparecido lo
vitoreó. Jamás entendió cómo había llegado allí, a la cumbre de una montaña desde donde contempló un valle verde. Cuando se sentó
en el sillón de cuero felino sus dos perros labradores se acomodaron a sus
pies. Las aves le agradecían al oído, las pudo oír con nitídez. Batían sus
alas.
Quienes vivieron la historia cuentan en antiguos papiros que
fue el mejor rey de la montaña donde se venera al felino salvaje.
Hoy, los días de lluvia, los fieles le llevan fuego y
comida.
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