El ego es la atadura a una imagen falsa o a una idea
equivocada que tenemos de nosotros mismos. Y cuando existe atadura, muy junto
aparece el miedo que nos liquida.
Casi siempre escuchamos decir: “conseguí esto, esto es mi
cuerpo, mi nombre, mi profesión, mi prestigio”, y… todo eso –que es pasajero-
‘tengo miedo perderlo’. Creo que eso que tengo me salvará. Me ato a lo que
adquirí, pero sé –aunque lo he olvidado por ilusión y conveniencia- que todo
eso lo perderé algún día. Mi cuerpo morirá y con eso se acabará también mi
propiedad, mi dinero, mi status. ‘Yo’ (lo comillo para reiterar que el ‘yo’ es algo
pasajero) me iré y pasaré a ser un recuerdo y aunque no lo aceptemos por ahora,
un recuerdo esporádico, hasta que de pronto mi ‘yo’ evocativo y de recuerdo se
esfumará definitivamente.
Pero volvamos a este presente, a este ‘yo’ aún viviendo.
Fingiendo vivir a veces. Viviendo a medias por ratos.
Debo admitir que temo perder todo lo que poco que poseo. Al pensar
que puedo perder todo, me lleno de dolor y sufrimiento. Tiemblo. El stress me
está matando, aunque contradictoriamente sé que moriré algún día.
Si viviera la realidad de que todo lo que poseo no es mío,
todo cambiaría.
Pero bien, en esencia ¿quien soy? ¿Que pasaría si olvido
todo? ¿sería el mismo?
Vivimos actualmente en un mundo que avanza muy rápido. Los
niños pierden su inocencia muy temprano. Hace veinte años atrás no estabamos tan
preocupados como los niños de ahora. Hoy los pequeños andan mirando incluso las
marcas de las ropas o los zapatos, quieren los teléfonos más sofisticados o
cuanto nuevo aparato electrónico aparece en el mercado. Si no lo consiguen se
frustan, se reducen falsamente a un ser de menor valía o a ser ‘nadie’. Pero si
lo consiguen gracias al esfuerzo de sus padres se cargan pesadamente con algo
adicional. Para sentirse compensados con lo que dan, los padres exigen a los
hijos ser los primeros y los más listos en todo. Los padres no reparan en que con
esas exigencies están separando a los niños de su esencia.
En nuestra esencia somos puros, estamos llenos de paz, de
amor, de poder, de conocimiento. Basta mirar a un recién nacido para descubrir
esa riqueza. Somos los adultos quienes comenzamos a cubrir a los niños de
impureza, de miedos, de comparaciones, de crítica, de enojo. Poco a poco les
vamos cubriendo con costras o caretas que se enduran y se vuelven difíciles de
remover con el paso del tiempo.
Los pequeños aprenden a adquirir, a acumular cosas por
exigencies de los adultos. Se les exige lograr cosas y actuar para ser alguien,
de lo contrario son una falla, unos perdedores, nadie, lo peor. Vienen luego
las comparaciones y sabemos que toda comparación es odiosa. Si comparamos,
herimos, pero insistimos. Y comparamos en base a una falsa creencia. Olvidamos
que la inocencia de un niño no es su debilidad, es su fuerza.
Y para defenderse, un niño busca también mecanimos engañosos.
Se vuelve depresivo, rebelde, muy agresivo.
Los niños aprenden de manera errónea qué sí son esto o
aquello, van a ser felices, lograrán respeto, fama, un nombre. Si el ‘quiero’
‘soy’ no se logra, exigimos. Pobre niño que se hace hombre con tales creencias:
tratando de obtener todo sin reparar en los métodos. Cuando haya adquirido lo
exigido, comenzará una vida de egoísmo, de avaricia y otra vez el miedo estará
merodeando muy cerca. Ahora es el miedo a perder lo logrado, lo adquirido. Y
como observarán es un miedo elevado al cuadrado.
Quiero que entiendan que no hay nada malo en lograr y
adquirir, pero ese lograr y adquirir tiene que ser consciente: “Mañana lo
perderé todo”.
Nada como volver a la esencia. A lo que esta ya en nosotros.
Al alma que trae consigo mucha riqueza, al diamante más valioso que está en
nosotros. A la joya que no se compara con otra. A la que brilla y brillará por
siempre.
Tratando de graficar mejor mi nota se me ocurrió volver a la
península de Paracas, allá x el año 700 antes de la era Cristiana.
Para hablar del ego tengo que recurrir hoy a la imagen de
los fardos funerarios de la cultura Paracas que el arqueólogo peruano Julio C.
Tello descubrió en la península de Pisco –Ica- a pocos kilómetros de la capital
peruana, en julio de 1925.
Cada fardo funerario contiene los restos de un antiguo
poblador de la zona, envuelto en mantos o tejidos. Si la persona ocupaba un
alto rango en la cultura de entonces -700 anos a.C- los tejidos eran más
numerosos y de mejor calidad.
Aún no se conoce con exactitud por qué los antiguos Paracas
tenían la costumbre de sentar a sus muertos en posición fetal y envolverlos con
lo mejor de su textilería antes de enterrarlos. Creo intuir lo que ustedes ya
intuyeron: “morir -pensaban ellos- era volver a nacer en otra vida”
Lo que diré aquí, escapa al entendimiento de muchos: Lo
adquirido a nivel del alma es lo que queda, lo que viaja con nosotros a lo
largo de ese tiempo circular en el que estamos envueltos y avanzamos. Lo
material que adquiriste y lograste en vida, no sirve de mucho. Lo más valioso
es lo que conseguiste e imprimiste en el alma.
¿Cómo salir del carrusel de pena y dolor? Trata de imprimir
y volver a la esencia. Y ¿qué hay en esa esencia? Lo simple: paz, calma, alegría,
amor, compasión, perdón. Cuando lo logres habrás despertado a un mundo real y
fascinante. ¿Cuándo? Depende de ti, de tu creencia. Ojo. no hablo de religión.
La esencia, Dios como nos hemos acostumbrado a llamarlo, esta por encima de
eso.
No sé en que vuelta voy en el carrusel de la vida. Sin duda
voy por el final de un principio, empujando el caballo en el que tú quieres galopar. Ríes, quizás
me juzgues de falso. Pero recuerda, todos tenemos que comprometernos a domar el
caballo brioso que nos asusta. Cuando lo logremos alcanzaremos otras metas. De
lo contrario de nada servirá que ofrezca mi ayuda. Ojalá este escrito haya
servido para algo, es parte de lo que pretendo lograr: Imprimirle algo bueno a
mi alma.
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