Wednesday, October 12, 2011
Mi abuelo el chacarero
Mi abuelo apareció en la puerta de la casa, apoyado en su bastón con la mano derecha, mientras mi madre lo sujetaba del brazo izquierdo para evitar que se cayera. Alrededor de trece años que no veía a mi abuelo. Estaba flaco, parecía un tronco seco, lento, pero vivo. El sol quemaba, pero mi abuelo estaba con una chompa de lana. Mi madre y sus hermanas lo habían rescatado de la muerte. Un mes aproximadamente en cama, hasta que abrió los ojos y pidió un poco de agua para beber, porque tenía los labios secos. Me dio mucho gusto verlo, me acerqué a él con los ojos vidriosos, lo besé y al abrazarlo sentí su cuerpo lleno de fibras, no es por nada, pero se había dedicado por más de 70 años a trabajar en el campo, como un agricultor. Tenía 85 años y digo que dedicó más de setenta años a sembrar la tierra de granos y cosechar, porque trabajó desde niño. No le gustaba el apelativo de agricultor, prefería el de chacarero, sonaba más cercano a lo que le gustaba hacer: chacras. El rendía culto a Dios y era un alfarero de la tierra, solo que era un alfarero vital. Ahí estaba mi abuelo otra vez frente a mi, era un tronco arrancado a la muerte para mi felicidad y la de mis familiares. Mis raíces estaban a mi vista. Las raíces que sin darme cuenta yo también me había encargado de cuidar. Mi abuelo me besó al verme y en ese beso sentí su profunda gratitud, su inmenso amor. No lo sabía entonces, lo sé recién ahora que han pasado muchos años desde que todo eso ocurrió.
Tenía apenas ocho años cuando mi abuelo me pidió que lo acompañara a la iglesia. Se había convertido al evangelio y debía visitar el templo todos los domingos. La semana anterior había estado bebiendo hasta el amanecer, llegó a casa cuando el sol despuntaba, nadie lo esperaba despierto. Si alguno de sus hijos lo escuchó llegar, abandonó la casa en seguida. Mis tíos detestaban verlo borracho. Era muy agresivo con ellos. Todos, incluso mi abuela, prefería no verlo en ese estado. Cuando lo oía en la cocina, ella se envolvía en la frazada, dentro del mosquitero y se hacía la dormida. Se hacía la dormida cuando escuchaba: “Rosa Elvira, Rosa Elvira, dónde escondiste los huevos”. Ella ya los tenía seguros en su escondite secreto para evitar que cayeran en las manos de mi abuelo, porque sí él deseaba se comía los que encontraba. A él, sin embargo, parecía no importarle los juegos con los que lo envolvía mi abuela. Enceguecido por el alcohol y la cólera, no podía ver más allá de sus narices. Al no encontrar lo que buscaba, iba a la huerta, se metía al gallinero, espantaba a la gallina que estabna ovando, algunas veces la gallina ovadora defendia su nido a picotazos- y de allí mi abuelo salía con dos huevos como trofeo. Herido por los picotazos y con los huevos en las manos, se acercaba a un árbol de naranjos, cogía dos frutos y se preparaba un 'batidito', aunque los huevos olieran mal, cerraba la nariz y de un tanganazo, tan, se pasaba el trago amargo, pero nutritivo. Era el clásico desayuno de todos las mañanas alcohólicas.
Inmediatamente se iba tratar de aprovechar lo que le ofrecía el campo. No fue una vida fácil. Más aún cuando habían diez hijos a los que alimentar, cuidar y dar una oportunidad de vida, la que sea, la que un chacarero podía ofrecer. El abuelo quería darles más, pero no sabía cómo y dónde encontrar lo que soñaba. Entonces bebía y bebía sin control. Al principio, interesado sólo en pasar un buen rato con los amigos, olvidar las penas, hablar de las mujeres conquistadas o soñadas, las pesadillas, la falta de oportunidad, se llevaban algunas copas a la boca, después fueron botellas. Después cuando el alcohol surtia su terrible efecto, recordar pequeñas rencillas, discutir, pelear, romperse la nariz a golpes, arrancarse un diente, tal vez dos, fue tema común. Luego no quedaba más que seguir alentando al demonio que exigía más fuego, no buscaba agua para saciarse, sino alcohol para encenderse. Todos los días, era igual. Los fines de semana, el asunto de beber era más exigente.
Mi abuelo estaba envuelto en ese círculo de fuego que al principio abraza, pero no quema, pero cuando quema te ciñe en esas brasas, hasta marcarte el alma con fuego. Alguna vez, alguien se animó a entrar en ese círculo, hablar de aquello que pareció una broma y dijo: “hay otra fuente de la que uno puede beber, el agua es libre y corre para todos, incluso para los campos que se quedan sin lluvia y dejan de florecer”. Palabras simples, aprendidas tal vez de paporreta, como de loro que repite. Pero siempre hay una oreja que se arrima y quiere oír, entonces oye el crepitar del fuego. La necesidad de aplacar el fuego que se extiende y ya comienza a chamuscar. Mi abuelo se animó a apoyarse en lo que oía. Quiso beber y se acercó a ese torrente que venía hacía sus sentidos todavía perturbados.
Mi abuelo comenzó a ir a un templo, que no era otra cosa que una casa alquilada donde se oía a alguien hablar, aconsejar, leer. Era el lugar donde todos cantaban y por ratos callaban concentrados, pidiendo ser fuertes ante la cobardía de vivir. Pedían abrir los ojos para encontrar un camino distinto y también rogaban perdón por aquello que se ofrecía y no se cumplía. Mi abuelo ofreció ir al templo todos los domingos y comenzó fallando. Se sentía solo, se veía haciendo el ridículo, se escuchaba ofreciendo algo que jamás cumpliría. Se veía sin amigos. Veía como sus amigos se divertían, abrazados bailando la danza del fuego y acostumbrado a esa falsa luz, deseaba volver. Bañarse con el agua, esa agua que no era agua porque quemaba al entrar y después te encendía por dentro. Esa agua que por ratos te hacía ver fuerte, sin temores, conquistando lo inconquistable. Luego de pasado el hechizo, cuando mi abuelo conversaba con el campo al que pedía ser dadivoso con él y los suyos, cuando le pedía que el grano dejado en sus entrañas fecundara, se multiplique, mi abuelo se enfrentaba a otro tipo de miedo. Veía todo lo que había visto la noche con sus amigos y se preguntaba por dónde y cómo salir de la pesadilla. Porque hay que ser claro, mi abuelo tenía un ojo que podía ver por un resquicio, aunque lo que veía no lo comprendía del todo.
Un día mi abuelo llegó a casa, mientras mi madre católica, sentada en un mueble de la sala, rogaba ante el cuadro de un corazón de Jesús, que cuidara de su padre, entonces mi abuelo pidió que yo lo acompañara aquella mañana de domingo. Mi madre me abrigó bien porque parecía que iba a llover y me dijo que debía acompañar a su padre, quien iba a algún lado. Cuando salimos a la calle, el sol brillaba como nunca, las nubes habían corrido más rápido que de costumbre dejando un cielo diáfano. Entonces con mi abuelo nos encaminamos hacía el norte. El viejo sabía hacía donde, yo apenas era su compañía. Acortó sus pasos para estar al ritmo de los mios, cuando vio que yo no podía alcanzarlo -zancada tras zancada- Llegamos a una casa donde mi abuelo fue recibido con abrazos y sonrisas. Aquel día lo llamaron 'hermano' y a mi 'hermanito'. Una mujer muy tierna me estampó un beso en la mejilla y me pidió que la siguiera y eso hice. Aquel día comenzaron a contarme las historias que ella decía estaban ocultas en un libro que al abrirlo y leerlo convertía las palabras en imágenes. Qué magia sorprendente. Así me enteré de Moisés zurcando bebito y en una canasta el río Nilo, separando el océano en dos y subiendo a las montañas para recibir de las manos de Dios unos mandatos que eran para seguirlos todos. Después vino Noé y su arca donde vivieron en paz y por cuarenta días el ciervo y el león, el aguila y el conejo. También se acercó aquellos domingos matutinos Jonás y luego descubrí cómo había hecho para entrar al estómago de una inmensa ballena y salir luego totalmente cambiado. Sin duda mi abuelo estaba entrando también en un estómago extraño y estaba aterrado. De allí saldría cambiado. Quizás resucitado, pues hoy sé que todo héroe -y mi abuelo lo fue- tiene que pasar por ese mundo oscuro para emerger con una visión distinta, nueva, clara y más segura. Ahí en ese lugar, una mujer de la que olvidé su nombre, me enseñó a amar las historias encerradas en los libros. Esa mujer me enseñó que al abrir un libro uno cae en un mundo de magia que deslumbra y sirve como lumbrera para continuar todos los caminos. Esa fue la contribución secreta y nunca conocida que a mi abuelo le fue encomendada, desde la raíz de la tierra para que me moldeara.
El transitar de mi abuelo no fue como el camino rápido e invisible que traza una flecha que al dejar el arco viaja hasta dar con su destino. Mi abuelo tuvo un camino por ratos zigzagueante. Un día lo vi conversando con un tipo que resultó siendo el hijo de su hermano, lo que es lo mismo que decir mi tío. Decían que había llegado de una ciudad más grande a construir una iglesia. Una iglesia distinta a donde mi abuelo se dirigía cada domingo. Mi tío quería que su iglesia algerbara a uno de los suyos. Con ese argumento ''construiré una iglesia para que uno de los míos sea testigo del amor que le profeso a los demás”, mi tío convenció a mi abuelo, quien terminó pasándose de la iglesia pentecostal y de domingo, a la adventista y sabatina. Asi que de pronto los domingos que fueron de fiesta, pasaron a ser los sábados. Sin embargo, como todo niño fui feliz. Tenía dos días para celebrar al terminar la semana. En las reuniones sabáticas -así la llamaban- me siguieron contando historias y ahora supe de la existencia de José y sus hermanos, soñé con la posibilidad de ser tan fuerte como Samson, cabalgar sobre el lomo de los leones, luego de domarlos, como lo hizo Daniel y poco a poco fui descubriendo el Cantar de los cantares.
Precisamente cuando cumplí los once años comencé a sentir el despertar que sienten todos los chicos y hablé con mi madre. Ya no deseaba ir a celebrar los sábados. Mis amigos hablaban de ir a conquistar las chicas, hacer la primera comunión, en fin, tenía que empezar a vivir. Mi madre le comunicó mi decisión al abuelo, quien aceptó sin chistar. El ya habia cumplido con lo suyo. Su fe estaba cimentada y su debilidad de caer en los brazos del alcohol se habían alejado por completo. Sin saber, los dos nos habíamos fortalecido.
Mi abuelo vivió en casa muchos años. Un día, otro de sus hijos decidió que era tiempo de cuidar de su padre y se lo llevó de casa. A sus 95 años, luego de leer y cantar sus alabanzas al Senor, mi abuelo se sintió mal. Cuando lo trasladaban al hospital expiró. Es lo que dicen... Se cobijo en los brazos del doctor que lo acompañaba. Nunca vi su cadáver, me resistí a eso. Para mi, mi abuelo nunca murió, vive en mí, como seguramente yo vivo en su recuerdo intemporal e infinito.
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